Un sueño de Nobleza

Un sueño de Nobleza

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Dibuix d’Enrique Vidal

En la última semana de noviembre de 1265, Jaime el Conquistador se dirigía hacia Alicante procedente de las comarcas del interior. Es una suposición (o quizás sea un sueño) que, dejando la ruta principal, paralela al cauce del Vinalopó, se desviara tomando una cuesta que le llevaría a un lugar que hoy denominamos Monóvar, y allí pasara una jornada, un supuesto día importante para esta centenaria ciudad desde el 24 de abril de 2000.

 Dedicado a mi padre

Demetrio Mallebrera Verdú

(Octubre de 1981).

Me encontraba ante la desconchada pared externa de un viejo convento, y pude comprobar, observándola fugazmente, que sobresalía en altorrelieve un escudo heráldico labrado sobre piedra. Al cruzar la calle, la precipitación y la tensión al sortear los vehículos en una zona de intenso tráfico, acrecentado por tratarse de una esquina muy frecuentada, me impidieron ver aquel emblema más de cerca y con mejor detalle. Tampoco me apetecía demasiado, pese a que uno es de por sí muy curioso y se fija con atención pretendiendo interpretar todos los matices, calibrar sus componentes y deducir, con suerte, sus significados; sacando una aproximada conclusión acerca del apellido a quien pudiera corresponder de los habituales en esta ciudad. ¿Y si resulta que se trata de un señor feudal famoso? El escudo estaba siempre ahí, ¿verdad que sí? Es de esas cosas que forman parte del paisaje y no se detiene uno a pensar en su importancia histórica. Pero es que tampoco se ha difundido nada ni aparece una placa explicativa. No quise acercarme, no; pero no le quitaba ojo. Porque yo estaba situado justo enfrente esperando que llegara el autobús que debía coger para irme lejos. La espera se prolongaba y yo, cansado, me puse a imaginar…

En elegante corcel, don Jaime, el Conquistador, armado y vestido no sólo hasta los dientes sino hasta el mismo seso, acompañado de unos cuarenta hombres a caballo y otros cincuenta a pie, subía lentamente y de trecho en trecho se detenía para observar el paisaje, mientras ascendía por una pina y polvorienta senda que separaba -y unía- al pueblo del histórico valle del río, tiempo atrás caudaloso por el ancho cauce sembrado y sangriento por el devenir de las guerras fronterizas, y ahora ya un tanto enfermo, que servía para asomarse de vez en cuando, según las necesidades y a veces usando pequeñas y ligeras embarcaciones, a Elche, el vergel florido, el hermoso lugar donde se aposentaban las sinagogas y los palmerales. O, un tanto más allá, para acceder al inmenso mar. Ese camino vecinal, bordeando la ladera del río y al pie mismo de la cuesta que ahora abordaban, era el enlace de los pueblos ribereños. A un lado, los lugares de Elda y Petrer; al otro, la Mola y Novelda.

El rey, en campaña de depuración del territorio, camino de Murcia, donde se habían sublevado los sarracenos, y aun siendo éstas las comarcas que, según el Tratado de Almizra, correspondía administrar a los castellanos, se vio envuelto en su reconquista por expreso llamamiento de su hija Violante a causa de los apuros de su marido Alfonso, ya en estos días rey de Castilla. El último tramo de su recorrido había sido Biar, Villena, Sax, Petrer y Elda, cuyos lugares redujo sin grandes dificultades, y cuando emprendió el viaje hacia Novelda quiso aproximarse, con un puñado de hombres, realizando ligero desvío en su camino, a Monóvar, zona un tanto apartada de los caminos usuales para el transporte y comunicación. El grueso del cortejo continuó, junto al río Vinalopó, hacia Monforte, donde tenían previsto pasar la noche y cubrir al día siguiente la jornada de llegada a Alicante, donde la comunidad cristiana ya les esperaba, y donde pasarían unas semanas para reorganizar los territorios que habían sometido, descansar junto al Mediterráneo, estudiar su marcha hacia Murcia, pasar por Elche y Orihuela, y avituallarse convenientemente para tal cometido.

Delante iban los caballeros y detrás los escuderos. Para no cansar excesivamente a estos últimos y dar remanso a los caballos se pararon en plena cuesta, junto a un arroyuelo de aguas turbias, desde donde ya veían y vigilaban sigilosamente un castillo moro, chiquito, en lo alto de una sonrosada colina. El rey descendió de su caballo, de su compañero fiel de aventuras, de su inseparable amigo, y citó junto a sí a los caballeros para entrever la táctica oportuna ante la posible necesidad de la toma del pueblo y del castillo que se oteaba. Buscó una piedra grande y plana que encontró sin dificultad para sentarse con cierto acomodo, y se rodeó de los estrategas más experimentados y de su mayor confianza. Uno de ellos sugirió que se adelantaran un par de jinetes para ver más de cerca el lugar en cuestión y traer noticias más precisas sobre la situación. Entretanto, los más allegados al monarca le aconsejaron que se recostara ligeramente en lugar conveniente que le fue preparado, cubriéndose con unas pieles curtidas para abrigarse de una brisita seca pero penetrante que se notaba bastante en las horas del mediodía. Era la última semana de noviembre de 1265.

Contaba ya don Jaime con cincuenta y siete años y una vida muy cargada de aventuras y permanentes problemas. Para poder emprender este penoso y militar viaje encontró infinidad de inconvenientes, dada la delicada constitución de su corona aragonesa, ya conformada en estrictas y abrumadoras leyes, donde cualquier decisión, más o menos importante, debía contar con el necesario apoyo de las Cortes, y más aún, ante la presente empresa, no sólo por su gran envergadura y riesgo, sino también porque los móviles eran casi totalmente de tipo personal y familiar, que no los estrictamente de estado. Por eso, le fue necesario al rey utilizar todas sus dotes disuasorias ante los argumentos, bien lógicos por cierto, empleados por los nobles y ricos-hombres, que se esforzaban en convencerle de que tal hazaña era innecesaria, que se trataba de problemas de los castellanos y que a ellos nada les incumbía. Que la expedición era costosa y comportaba unos peligros que podían agravar la estabilidad de su reino, cuyos empeños se centraban en su afirmación y total consolidación. Así que, a trancas y barrancas, pero empeñado y convencido de la necesidad de tal proyecto, allí estaba enfrascado, a punto de emprender la recta final hacia el rebelde Reino de Murcia.

Metido en sus pensamientos, quedó el soberano medio adormilado. En sus elucubraciones no podía dejar de pensar en la situación en que había dejado los concejos, enfrentados entre sí y hasta con violencias y rebeliones. Y se preguntaba si su presencia en aquellos lugares, rodeado de fieles súbditos, se debía a su carisma personal o es que los que le habían secundado se habían ensoberbecido con las nuevas conquistas y sus consiguientes botines. En todo caso, y ante el asomo en su imaginación de la duda, siempre surgía la justificación: Había que consolidar la cristianización. Había que intentarlo en todo lo posible porque era bien consciente de que no lo iba a ver cumplido del todo por lo avanzado de su edad.

Cuando veinte años atrás, estando en Grañen, próximo a Huesca, recibió las cartas de su hija comunicándole la triunfante rebelión de los moros murcianos, tan bien apoyados y favorecidos por el ya orgulloso rey de Granada, se sintió entristecido; pero la reiteración de las misivas, la impotencia de los castellanos en tales adversas circunstancias y la ruptura de los vínculos de vasallaje prometidos y aceptados por el granadino, le sacudieron el coraje, y le decidieron a ponerse en marcha de nuevo. Al referirlo a sus más próximos no encontró dificultades. Su propio hijo, el infante don Pedro (luego Pedro III el Grande) no sólo le animó sino que le prometió hacer él mismo unas correrías por el territorio a reconquistar. Pero al comunicarlo a sus súbditos «oficiales», los que tenían sus responsabilidades de gobierno y administración, comenzaron a ponerle inconvenientes. Fue preciso utilizar la gran energía de caudillo y de líder que poseía y así poner a mucha gente de su lado.

El importante retraso en iniciar tan magna expedición no sólo fue debido a todos estos tropiezos, en que le fue necesario convocar las Cortes de Barcelona y Zaragoza el año anterior a su partida, sino las mismísimas razones personales y familiares, que por un lado le lanzaban hacia el sur, y por otro le frenaban para dejar resueltos los asuntos de la Corona, pues en 1262 se vio obligado a hacer un nuevo reparto entregando a sus hijos los territorios de Cataluña, Aragón, Valencia, Mallorca, el Rosellón, la Cerdaña y el resto de sus feudos.

Regresaron los jinetes observadores contando que le había parecido todo demasiado tranquilo. Alrededor del castillo había un núcleo reducido de población, pero no vieron a nadie. El terreno que circundaba el montículo era abrupto y árido por demás. Se incorporó el rey y quedó extrañado. ¿Había valido la pena pasar por aquí? Y ante la aparente ausencia de vida en torno al pueblo, también se preguntaba si acaso no les estuvieran esperando escondidos en el castillo. De la agudeza de los moros podía esperarse todo. En los pueblos recién visitados siempre encontró a sus moradores bien dispuestos, a personas que le acogieron con agrado, uniéndose a él y a su causa, y ofreciéndose para custodiar y gobernar cada sitio bajo sus órdenes. Ante esas atenciones, él se sentía obligado a responder que eran terrenos del castellano y que éste ya les daría sus fueros y sus cartas de leyes del lugar. ¿Qué ocurriría en este nuevo paraje? ¿Tendría que enfrentarse con sus habitantes?

De pronto, bruscamente, lanzó un grito inaudito que nadie entendió. Se aclaró la voz, un tanto ronca tras la ensoñación, y volvió a gritar: ¡Desperta, ferro!, la llamada de la lucha que a todos ponía en disposición. Montó en su caballo, alto, gris, voluminoso, elegante, fiel al golpe certero y sensible a la espuela de su amo que le indicaba rematar de una vez aquella subida y acabar cuanto antes el presente desfile, cuesta arriba, para la limpieza de la demarcación encomendada.

Se vio una gran algazara en toda la comitiva. Algunos caballeros se santiguaban y sacaban las espadas agitándolas al viento. Eran caballeros, ricos-hombres y hasta prelados, convencidos de que la Bula del Papa Gregorio IX para la toma de Valencia en 1238, como Cruzada, continuaba en vigor. Eran fieles súbditos procedentes de Valencia, Aragón, Cataluña y Provenza. Los escuderos eran los servidores, bien armados, bien dispuestos, bien disciplinados. Algunos de ellos, los que iban en último lugar, cargados con grandes paquetes y enormes cestas de mimbre, eran los asistentes, que nunca entraban en combate, ayudaban a los otros peones en el arrastre de las armas pesadas, atendían a los heridos y a los enfermos, y se encargaban de montar las tiendas, preparar las comidas, tener dispuestos los caballos, remendar los trajes, forjar lanzas, espadas y escudos, fabricar sobre la marcha y en campaña los tiradores y las cotas de malla de los guerreros, colocar las lorigas de los caballos y moldear los cascos que llevaban todos los militares, algunos tan bien confeccionados, representativos y sofisticados como el que empleaba el mismo monarca. Eran éstos los profesionales: curanderos, cocineros, sastres y enfermeros.

Todos se pusieron en marcha. Al final de la cuesta, la loma, con la tierra de un color ocre, fuerte y muy subido de tono, haciendo gran contraste con el fondo del cielo, de un azul muy marcado. Y tras la toma, el castillo moro. Comenzaron a tomar posiciones estratégicas. Ya no iba el rey delante, sino unos quince lanceros, rudos, fuertes, bien armados. Les llamaban almogávares, que no usaban cotas ni espadas, tan sólo pieles de animales para cubrirse y defender sus cuerpos y lanzas o picas para agredir. A ellos se les confiaba todo el poderío de la vanguardia, la avanzadilla. Eran los primeros en arremeter contra el enemigo. Solían ir en dos filas y separados entre sí como unos cinco metros de uno a otro.

Don Jaime dio otro grito incomprensible y los caballeros que surgieron de atrás se distribuyeron en tres grupos. Dos de ellos se fueron hacia la derecha, en fila de a uno y al galope, para rodear el castillo por el norte y surgir sobre él por detrás. Algunas cuevas encontraron, empotradas en la montaña, pero sin habitar. El color de la tierra, en ese lugar, era blanquecino y polvoriento, de yesería, en contraposición con la zona por donde iba el grueso de la expedición que, visto de cerca, era rojo. El otro grupo, y del mismo modo: en fila de a uno y al galope, marchó por delante, por donde estaban las casas formando calles rectilíneas en cuesta muy pronunciada, para ganar el lado contrario de la leve montaña y dar así la sensación de rodeo.

El estruendo de las caballerías, los gritos de los soldados y la polvareda que levantaban, hizo que empezaran a verse algunas personas que correteaban asustadas por entre sus moradas. Los militares no les hicieron mucho caso, aunque tampoco los perdieron de vista, porque el primer objetivo era el castillo. Y así, al poco rato, el palacio musulmán estaba rodeado por todas partes. El rey, entonces, gritó de nuevo: ¡San Jorge, San Jorge!, y lo mismo hicieron los caballeros de los otros lados de la loma, repitiéndose el grito varias veces, mientras todos, a la carga, arremetieron contra las murallas. Llegaron sin inconveniente alguno al pie del castillo, cuya parte habitada era muy inaccesible. Adaptaron sogas y ganzúas y treparon con una rapidez vertiginosa por aquellas verticales paredes de piedra y ladrillo, ocupando inmediatamente el edificio árabe y situando el pendón real en lo alto de la torre del homenaje, que más bien era un minarete o pequeño alminar, utilizado como puesto de vigía y como lugar de aviso para la oración. Recorrieron brevemente sus estancias, y ante la decepción de no encontrar en su interior a ningún enemigo, los aguerridos sitiadores, encolerizados, quisieron entrar a saco en las casas que se alineaban debajo mismo del castillo. El soberano lo impidió, calmando los ánimos y observando detenidamente todo el paisaje que se ofrecía desde la mediana altura de aquel montículo.

A su frente, mirando hacia el sur, y como continuación del pueblo, se divisaba un hermoso regalo para los ojos, una huerta grande, inmensa, donde se veía trajinar a algunos labriegos, metidos a fondo en sus faenas agrícolas. Un poco a la derecha, pegada a la población, una pequeña ermita rodeada de altos árboles, que le hizo pensar que en aquel lugar ya había cristianos, o nunca dejó de haberlos. Al otro lado del castillo, hacia el oeste, y en un cerro circular, se conformaba una explanada redonda donde, al parecer, estaban construyendo algo: una pequeña iglesia, una bodega, un silo o una fortificación.

Un buen puñado de hombres, de los que estaban en la fértil huerta, al percatarse de lo que sucedía en el pueblo, se unieron y, presurosamente, se fueron aproximando al lugar donde se encontraba el rey. Al mismo tiempo, algunos caballeros recorrían la parte rojiza de la montaña, donde aparecían también otros habitantes, como surgidos de pronto, que habitaban los huecos de las rocas, cuyos interiores eran lares bien dispuestos, acomodados y sumamente decentes, que no eran solamente casas para vivir sino también talleres y almacenes. Asustados, se presentaron ante los forasteros, mostrándose abiertamente decididos al diálogo. Argumentaron ser ya ancianos e impedidos -los que no salían a las faenas del campo- y tratarse de un pueblo tranquilo y trabajador, ajeno por completo a las guerras próximas y a las banderías con que, a veces, estuvo a punto de verse envuelto. Eran moriscos, moros viejos y algún que otro judío, asentados en este lado de la aldea desde hacía muchos años, dedicados a trabajos artesanales.

Efectivamente, mientras se acercaba el rey para disponer lo conveniente (siempre tomaba él las decisiones, enojándose cuando algunos súbditos hacían saqueos o purgas por su cuenta, de lo que uno de los presentes tenía experiencia: Blasco de Alagón) se adentraron al interior de las cuevas; por cierto, algunas muy grandes, y en ellas encontraron ruedas de alfarero, telares de lienzos y de sargas y hasta de fajas, incluso de tejidos burdos, el lino y el cáñamo, con que fabricar mantas y ropajes de colores fuertes y listados para uso de las mujeres. Los judíos eran plateros y curtidores, y uno de ellos, ajeno a lo que estaba ocurriendo, seguía cardando la lana. Se acercó el rey ordenando que esperaran a los labriegos que ya veían venir y, estando todos juntos, se pondrían a dialogar con ellos. Así se hizo.

Los campesinos eran también moros, y algunos cristianos que hicieron grupo aparte, todos por igual atemorizados y nerviosos y, en aquellas circunstancias, humillados e indefensos, por cuanto los almogávares (soldados de fortuna catalanes) no dejaban de apuntarles con sus lanzas. Fue fácil hablar con ellos ya que su habla, semejante a la de las poblaciones vecinas, se parecía mucho a la que utilizaban los recién llegados. Decidido, uno de los lugareños, con madera de líder, se acercó al rey saliendo del grupo de los cristianos y, arrogándose la representación de los demás, le ofreció al monarca todo cuanto tenían, incluso sus personas, rogándole que no les hicieran destrozos y dejaran tranquilos a los niños, ancianos y mujeres. Le preguntó, con voz trémula, quién era, y le contestó un lacayo malcarado, un tanto bruto, que forcejeó con él para que se arrodillara y le rindiera vasallaje. El monovero, asustado pero tranquilo, hizo un gesto de gran sorpresa al conocer de quien se trataba y, dando un paso, se inclinó ante el monarca. Este no lo consintió, ordenándole con mucha deferencia, que le refiriera cosas, pues le había gustado el lugar y la buena disposición de aquella gente, contando incluso con la sorpresa del castillo.

Fue entonces cuando el lugareño, que se mostraba visiblemente emocionado, le dijo que precisamente la mayor parte de la población estaba en el río Vinalopó, junto al paraje de Los Molinos -donde vivían unas cuantas familias- curiosamente para ver pasar, por el camino real, la comitiva del rey Conquistador que todo el mundo conocía y el pueblo admiraba. Que sólo se habían quedado los que precisaban acabar unas labores urgentes del campo. Que no esperaban esta visita y se lamentaba de no haber podido prepararla; pero es que, en la primavera pasada, cuando su hijo el infante don Pedro hizo unas correrías por aquella zona, no se acercó por allí; por tanto, suponían que el soberano tampoco lo haría. Le rogó que recorriera el lugar como vencedor, como dueño, que todo el pueblo le quedaría reconocido. Que supiera que aquí todos le admiraban. Que admitiera su hospitalidad, forzadamente pobre y austera, y que los monoveros recordarían esta fecha para siempre.

En un clima de confianza mutua, vencidas las distancias y las timideces, se encaminó la comitiva hacia la ermita, junto a la huerta. Recorrieron el lugar en pasacalle triunfal. Las puertas de las casas se abrían al paso del cortejo como muestra de sumisión, de simpatía, de cordial acogida. Era una población mora y cristiana a la vez. Mora, por su castillo, por su barrio típico y por su pequeña mezquita, rodeada de su necrópolis, en la zona llana. Cristiana, por su ermita y por cierto aire identificador que se respiraba en el ambiente. Las conversaciones se habían tenido en un montículo, centro físico del lugar, en donde sobre pequeña base un tanto torcida, se levantaba, orgullosa, una atalaya con reloj de sol. Inmediatamente debajo, la fértil huerta, y en medio de ella, un tanto al oeste, la ermita.

Entraron en el recinto sagrado los pocos que cabían, el rey al frente, para hacer oración y entonar, como era su costumbre, un «Te Deum». En el altar, diminuto, pero abundantemente adornado de flores, una rústica y pequeña imagen, cuya fiesta ahora celebraban, de Santa Catalina, traída al pueblo por un viejo cruzado, muy devoto suyo, que vivió en Monóvar hasta su muerte. En efecto, en el pequeño ensanche de delante de la ermita, se apostaban unas tiendas de puestos de artesanía y de atracciones de feria. Allí rezó don Jaime. Y lo hizo, como también era su costumbre, en voz alta. Primero fue la acción de gracias, mezclando latines y divagaciones de su pensamiento que no eran entendidas. No, no era él un rey muy virtuoso que digamos para ser santo, como ya se rumoreaba de su consuegro, Fernando III de Castilla. En su pasado, una mala jugada, haberse casado, en 1221, con su pariente Leonor de Castilla, de la que se separó por no tener dispensa, o el desenfreno ante tanta dama bella que merodeaba por su Corte. Pero aún estaba a tiempo, se decía, y a pesar de la edad, quizá aún podría ir a la próxima Cruzada a Tierra Santa que acababa de iniciar sus preparativos. Dudaba. Pero en el fondo deseaba entrar en la Gran Historia, reconocido por sus merecimientos y valía personal en defensa de tan meritoria, alta y encumbrada causa en defensa de la fe cristiana, haciéndose proclamar adalid del cristianismo por el papa Gregorio X, quien ya contaba con él y le había invitado a asistir al Concilio de Lyon, próximo a celebrarse. Pero le venían remordimientos. Pedía perdón por su soberbia, y pensaba, todavía con muchas dudas, retirarse al final de sus días al Monasterio de Poblet, regido por los monjes del Císter.

Los habitantes mostraron a sus huéspedes todo el vergel que cultivaban. Ante ellos, algunas hortalizas y verduras: pencas, alcachofas, acelgas, espinacas, judías, garbanzos. Alrededor de ellas, las frutas: peras, manzanas, granadas y largas hileras de vides que se prolongaban hasta otro paisaje, ya no divisable desde allí, también poblado, llamado Chinorla, con gran abundancia de agua, donde había otra aljama de moros y muy pocas familias cristianas junto a un bello y señorial castillo. El agua para regar y para beber la traían en limpias acequias desde otro paraje denominado El Bull, de aguas más finas y transparentes. A ambos lados de los dos caminos que llevan al río se cultivaban grandes extensiones dedicadas al trigo y al lino. Y en la misma ribera del Vinalopó, vacas lecheras y corrales con gallinas, conejos y cerdos, y algunas fincas con molinos de harina. El resto de la demarcación era todo más monte que llano, muy tenaz y pedregoso, en donde se cultivaba lo de secano, almendros, olivos y plantas silvestres, algunas de ellas con propiedades medicinales, utilizadas como purgativos o para destilar licores, sobre todo el anís y el cantueso. Y para usos industriales, cuidaban, recogían y utilizaban el esparto, muy bien trabajado por los artesanos.

Estos mismos terrenos eran recorridos por buen número de cabezas de ganado lanar y cabrío, así como liebres y conejos de monte. En plena huerta, y a modo de chozas, se levantaban algunas bodegas, silos y almazaras, en donde también se guardaban los utensilios de labranza muy toscos, como el arado sin reja, la hoz del cosechador, la horquilla, el rastrillo, la azada y el cesto, y también servían como lugares para resguardarse los labradores de las inclemencias del tiempo. Lo más interesante era el sistema de regadío, con acequias alineadas, recorriendo toda la zona cultivable, y controlado por pequeñas presas con compuertas que manejaban según el uso y necesidad. Los asnos araban la tierra atados con arneses de esparto trenzado. Limitando los sembrados, corría un riachuelo, llamado Tarafa, muy peligroso en las épocas de avenidas fluviales, porque se desbordaba fácilmente y formaba escorias en sus riberas, donde se realizaban otras tareas escalonadamente. Primero, las mujeres, sin juntarse nunca las moras con las cristianas, purificaban sus ropas mientras cuchicheaban sobre las vidas y los amoríos de la gente del pueblo; después, los curtidores que lavaban y relavaban las pieles, y al final los fabricantes de escamas y pastillas de jabón de barrilla con moldes de madera.

Llegó la hora del almuerzo y los ilustres visitantes fueron bien agasajados y atendidos con total cortesía. No fue preciso hacer uso de sus viandas. En buena armonía con los lugareños, se sentaron con ellos en una especie de camino ancho que había entre el núcleo de las casas y la huerta, que solían llamar Carrer Major, el sitio de los encuentros, de los paseos y de los festejos. Les presentaron sus platos típicos y cotidianos. Olla, con pencas, judías, garbanzos y arroz; tortas fritas de harina y aceite; albóndigas de carne de cerdo, asadura de animales de caza de los montes Betíes, la Zafra, la Umbría, y la inmensa, densa y salvaje sierra de Salinas, como el ánade y la garza. También les ofrecieron la comida usual de las clases más pobres: las gachas. Y para regarlo todo, el inmejorable caldo de la tierra, el vino, conservado en tinajas grandes y trabajado por cosecheros muy expertos de la localidad, muy afamado y demandado allende aquellas fronteras, con sus tres variedades insuperables: el negro, el clarete y el blanco. A los postres, uvas, manzanas y granadas, los suculentos buñuelos y las almendras confitadas, aromatizados con vino dulzón o semiamargo y muy viejo.

El rey se situó junto al casual anfitrión, muy interesado en que éste le fuera diciendo cómo se llevaban con los moros y de qué forma se gobernaban. Antes de ponerse a comer, y puesto que todos comían con los dedos, se dispuso a lavarse las manos, ofreciéndole para tal menester un yelmo de loza bellamente decorado, confeccionado por los artesanos de Los Molinos, muy competentes en este tipo de trabajos, producto que fue halagado por el monarca y que recibió como regalo, además de un barril de vino añejo. Ya con toda confianza, don Jaime entregó a sus lacayos la espada -«Tizona», como la de El Cid, un nombre ya legendario del que se contaban hazañas acontecidas en el monte que llevaba su nombre y que cubría toda la franja este de aquel paisaje-, se despojó de la ropa más pesada, el casco y la redecilla de la cabeza, las antiparas o polainas de las piernas, la coraza y la gonella o túnica. Conversaron durante la comida. El monovero le dijo que aquella zona no era muy conflictiva y no la consideraban en absoluto de importancia estratégica, ni desde la perspectiva militar ni la comercial. Desde siempre, que él recordara, vivían allí cultivadores y gañates islamitas, muy trabajadores y pacíficos. Un poco más latosos, si acaso, eran los mudéjares que habitaban en Chinorla, hoy arrendatarios casi todos ellos de las mismas tierras que poseyeron antes de la llegada de los castellanos.

Desde entonces se regían por un concejo cristiano, con representación de la aljama de moros, a los que obligaron a abandonar su castillo. La vida en el pueblo, de por sí muy tranquila, tenía como fantasma permanente que impedía una mejor convivencia, las envidias y los rencores que, aunque raramente, afloraban y se sentían por causas lógicas de los afanes de la gente. Odios contenidos, no por razones de religión, pues eran bastante tolerantes al respecto unos y otros, sino por motivos de posesiones y hasta de virtudes personales. También flotaba en el ambiente la amenaza de las rebeliones, ya que los moros -y no por los que convivían con ellos, que consideraban amigos, y excepcionalmente algunos habían emparentado- podían ser arrastrados a cualquier revuelta guiados por motivos bélicos de su propia creencia con el apoyo de otros pueblos hermanos quienes, por cierto, les decían de vez en cuando que se mostraran preparados para estas eventualidades. A este respecto, le contó también que la última vez que fueron a inspeccionar el castillo sacaron gran cantidad de cimitarras, espadas normales, lanzas, hachas y mazas, que estaban almacenadas, y tenían el convencimiento de que, además de tener armas ocultas en sus propias casas y en las cuevas, imaginaban que tendrían túneles y sótanos en el interior del castillo donde podían estar bien provistos de estos materiales. Le dijo al rey que por ello no se preocupara ni intentara castigar a los musulmanes allí presentes, que ellos ya sabían bien cómo llevarlos, y que herirles en su orgullo podía ser muy peligroso, ya que eran, en todo el contorno, abrumadora mayoría.

El monarca se mostró interesado por los medios de vida de aquella gente, mientras daba muestras nada contenidas de haber comido en exceso y sentirse un tanto pesado. El monovero, siempre atento a lo que su admirado soberano pudiera precisar, le ofreció un agua medicinal muy buena, procedente de un manantial próximo, llamado Charco Amargo. Entonces le confió las perspectivas comerciales. A través de mediadores que vivían en Los Molinos, junto a las grandes rutas del comercio, traficarían interesantes cantidades de aceite, aguardientes y licores, cántaros de vino -muy apreciado en la zona marítima- y cahíces de almendras. En cuanto a la cultura, conocían el Poema del Cid y circulaban algunos libros del rey castellano que escribía poesías, y del infante don Juan Manuel. Disponían de instrumentos musicales, de cuerda y madera, el parche tenso y la dulce flauta o añazil, tocada espléndidamente por los llamados «moros trompadors» del Vinalopó, con la que algunos habitantes interpretaban de maravilla, y destacados cantadores y compositores de tonadillas con que se contaban historietas y leyendas, incluyendo algún personaje local como protagonista. Las construcciones que divisaba estaban hechas con piedras, muy buenas, del lugar, un mármol de esplendentes dibujos y colores, y el yeso para los forjados que empezaban a explotar porque tenía muy buena venta en el exterior.

Don Jaime dispuso que ya debían emprender el regreso. Había que ponerse en marcha antes de que les entrara sueño después de tan abundante almuerzo. Sueños que él mismo quería evitar, ya que siempre se le aparecía su amada Berenguela incitándole desde Barcelona para que desistiera de la empresa de Murcia y regresara pronto a su lado. Le aconsejaron que marchara por una vereda que le llevaría directamente a Novelda sin ser preciso regresar al camino oficial junto al Vinalopó. Mientras le indicaban con precisión dónde comenzaba el sendero, al otro lado de la huerta y del pequeño riachuelo que la circundaba, y que habían de cruzar por estrecho puente, junto al cementerio cristiano, vieron aparecer a dos jinetes, levantando gran nube de polvo y que por tal camino se aproximaban. Nada más cruzar el puente fueron detenidos por súbditos del monarca. Los jinetes eran cristianos viejos que, enterados de la presencia del rey en aquella zona, deseaban ardientemente hablar con él. Procedían de Elche, donde la población musulmana hacía unos días que había expulsado a los cristianos en una reyerta cuyo lema era que nunca volverían a pisar tierra ilicitana los devotos de la cruz y del Cristo. El soberano les dijo que, camino de Murcia, tenía previsto pasar por Elche, y que le acompañaran hasta Alicante para tomar refuerzos y estudiar con ellos la mejor táctica para entrar en Elche sin pérdidas ni dificultades. Y así, enardecidos los caballeros con el ánimo de las nuevas conquistas, salieron de Monóvar, no sin antes quedar muy agradecidos a sus habitantes por su inigualable hospitalidad y buen trato.

El bocinazo, ante mis narices, me hizo salir del ensueño. El autobús que esperaba acababa de llegar. Ya envuelto entre el gentío que subía a ocupar sus asientos, me sentí aturdido, a caballo entre dos momentos precisos y bien diferentes de la vida de aquel pueblo que iba a abandonar. Situé mi maleta en su lugar y me senté distraídamente. Observé a mi alrededor y no vi a nadie conocido para contarle mi reciente experiencia. Esperé a que arrancara el coche para cerrar los ojos y volver a recrearme en los detalles de tan singular historia. Quería rememorar todo lo que había soñado con gran ilusión: Nada menos que el rey Jaime I, el Conquistador, había estado en Monóvar. A veces, por las rutas del inconsciente, que nadie sabe dominar, salen a flote algunas ilusiones que nunca se pudieron cumplir. Debo decir que yo sentía una gran frustración cuando los profesores me decían que era muy poco probable que «El Conqueridor» hubiera estado nunca en mi pueblo. Y yo había estudiado todas las probabilidades. Existía, quizá, un desviarse del camino, un capricho, qué sé yo. Y esa posibilidad, además, se asociaba a aquella hazaña a favor de su yerno, ya muy mayor en edad, y en contra del parecer de sus vasallos. Un gesto que describió el Marqués de Lozoya como «Empresa la más desinteresada y generosa que registra la historia de España». Ante frase tan contundente, yo siempre quería añadir: «Y que vivió Monóvar». Yo, al menos, no me privé de imaginarla como la he contado.


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