FALTA EL PERSONAJE DE LA PAGINA SIETE
por Juanjo Alcaraz
La fantasía, aislada de la razón, sólo produce monstruos imposibles. Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos. (Francisco de Goya)
El día en que a Efraín Verdú se le fue la chisma, alguien acabó pensando que la locura, al igual que la muerte, tenía que ver con esa condición efímera y miserable que es la humana. A Efraín siempre se le había visto como a un esnob que meaba en los maceteros del foyer del Acción Católica alegando que las cosas servían para lo que uno quisiera; que escribía dramas complicados, que según decía eran de absurdos como la vida misma; y que iba y venía de espaldas a cualquier cosa preestablecida, porque su condición de bohemio liberal le permitía saltarse las normas ante la paciencia admirativa y asombrada de los demás. De vez en cuando armaba todo tipo de esperpentos y espectáculos que eran bien vistos mientras no atentasen a la moral y al régimen político imperante. Se le permitían más de cuatro cosas, porque aquellas excentricidades, de las que hacía alarde en los círculos culturales, simbolizaban el deseo oculto de la mayoría de ellos por dejar entornada una puerta a la esperanza y a la progresía. No así ese día azafranado y otoñal en que apareció en cueros por las calles del pueblo, corriendo desesperadamente y haciendo creer que intentaba alcanzar a alguien que nadie veía y al que gritaba como un energúmeno: «¡Debes volver a tu sitio, tú no eres real!» Lo vieron trastabillar por todas partes del pueblo y subir y bajar las cuestas desvariando solo, porque ellos no estaban tan locos como para ver que delante huía nadie, por espacio de una hora interminable en la que, al final, lograron cerrarle el paso y detenerlo para cubrirlo con una manta que trajo Dolores la estanquera. Despotricaba como un cerdo camino del matadero. Sus desencajados ojos pudieron arrancarse, ellos mismos, en los esfuerzos de ver por entre el amasijo de gente que lo rodeaba, a ese alguien ficticio que nadie estaba dispuesto a admitir. Lo maniataron, por fin, con los jirones húmedos de un delantal de madapolán blanco que le arrebataron a una de las muchachas de bolillos, que, distraída en el jaleo, había caído en la alberca de la fuente de la calle Iglesia.
Lo llevaron a la farmacia de don José Peris y lo sentaron en la peana del purificador de agua. Efraín aún tenía los ojos como loza quebrada y los miembros tensos y amoratados por las mordazas. No había dejado de dar alaridos y gritos, que poco a poco perdían el tono histérico del principio y se apagaban en ahogos y carrasperas, debido, seguramente, a que le ardía la garganta de tanto forzarla.
– ¡ Déjenme en paz, que no estoy loco ! ¡ Por su culpa se ha escapado !
Don José Peris vertía, de un frasco morado a un vaso de precipitados sucio que alcanzó del laboratorio, un líquido ambarino y viscoso. «Un manicomio es lo que necesita.» Pensó al intentar dar a Efraín de beber y sentir el brebaje escupido en la cara. Mientras, en la calle, la gente se agolpaba frente al escaparate de la farmacia, dándose empujones para asomarse a ver y mezclando todo tipo de exclamaciones y pareceres, como si en aquel lugar se expusiera al público algún especímen insólito de los que se enseñaban en los circos o en las casetas de feria.
Las viejas enlutadas se lamentaban con gestos duros y muecas, que parecían estar esculpidas en sus caras y no una turbación del momento, de los desatinos de aquel tocado, que no eran más que una excusa para ir enseñando las desvergüenzas. «Y lo más seguro es que todo eso lo aprende en los libros.» Elucubraban entre sí, pensando que cuando se vivía sin trabajar, lo más fácil era buscarse la perdición. Las muchachas de bolillos de la Sección Femenina se subían, para ver mejor, a la reja del estanco de Dolores. Una de ellas, la que estaba encaramitada en el barrote más alto, creía haber visto algo, para mejor decir, iba relatando a sus compañeras lo que su soliviantada fantasía le dictaba, con la pretensión de que estaba contemplando un claro escorzo de la cosa que a Efraín le colgaba mientras era perseguido por los municipales; cándidas las demás, ignoraban que la línea visual de la otra no pasaba del estante de los cien frascos medicinales, destellando a esas horas, en cien tonos de azul, los cuadritos de luz rojiza de un octubre reacio a sucumbir en el otoño. Pese a que se cansaron de estirar el cuello, se tuvieron que conformar con lo que la de arriba les radiaba y con los reflejos de vidrio del escaparate, medio tapado por el ripio de gente que se mantenía pegada a la luna biselada. Sus risas de roedor y las gracias picantes que se pasaban bajito unas a otras, se apagaron de repente. Saltaron de la reja de Dolores la estanquera y buscando pretextos rápidos y cómplices, cuando por el ensanche de la calle Mollana, frente a la esquina del Rincón del Bolo, vieron aparecer a una pareja de la Guardia Civil, a don Miguel el párroco y a doña Luisita Alberola, la señorita de bordados, que desde su andar atosigado y tantaleante, les profería frases inaudibles desde donde estaban y ademanes severos y reprobatorios.
Que Efraín perdiera la chaveta, era tanto más preocupante por cuanto se había exhibido, como Dios lo trajo al mundo, aquella tarde inesperadamente cálida y espesa, como un día veraniego, encarnada y brillante, ardiendo en la hoguera del tardío cielo mediterráneo. No se podía tolerar una salida de tono de aquel calibre. Uno de los expectadores, ante la proximidad de las fuerzas del orden, hizo audible su solicitud de mano más dura para atajar despropósitos como el de Efraín, y ello porque las hijas de cada cual, no tenían porqué enseñarse cosas malas e indecentes, en contra del ejemplo y la educación que recibían en sus casas. Efraín estaba exhausto, derrotado por los esfuerzos de liberarse de la cantidad de brazos que le habían asido y de las ataduras del percal mojado. Se sentía como un bicho raro, con el mal sabor a boca del jarabe que le habían obligado a tragar y sumido en la charca de miradas que lo observaban con la fruición de quien está atendiendo al resultado de un experimento. Notó frío en sus pies descalzos, desmoronamiento y la primera sensación de que se encontraba completamente desnudo; por eso, en un acto de pudor, se arrebujó todo lo que pudo en la manta que le habían puesto. Todos los que allí estaban mirando sus reacciones, esperaban a que alguien con autoridad determinase qué se debía de hacer en ese caso.
Efraín temblaba y, de vez en cuando, se lamía los labios para limpiarse el gusto amargo del bebedizo. Después de la trapisonda, se comportaba como un animal herido e indefenso, amedrentado por los ojos indolentes de ellos que no se despegaban de su lado para evitar otra correría. Conforme se iba reposando el guisado de su cabeza, notaba la pesadumbre de no saber en qué mundo se encontraba, la angustia de que iba a volverse loco, si no lo estaba ya. Todo era que había estado demasiado tiempo encerrado y dándole muchas vueltas al tortero. La novela le había sorbido los sesos, le había dejado muchas noches sin dormir y muchos días sin comer. Metido en el arduo empeño de culminarla antes de las Navidades, se había abandonado un poco, entregado a los lances del argumento y a la fuerza de los personajes. La fantasía lo había arrastrado a episodios insospechables, a situaciones límite en que la realidad de su vida se mezclaba con la realidad de la historia que estaba inventando. Pudo rescatarse un momento de sus cavilaciones y se miró de arriba a abajo, llevando sus ojos por el mismo camino por donde los demás lo contemplaban con asco. No había fantasía en su pinta maltrecha y acorralada, tampoco en la evidencia de su estado, que lo mostraba como un fiel ejemplo de la ley de vagos y maleantes. Su situación era palpable y desesperada, sin otra salida que dar con sus huesos en la cárcel o ser echado al destierro, porque, a ver quién podía creerse la verdadera causa de su conducta, aun cuando explicara que las pruebas estaban en un montón de cuartillas manuscritas en tinta azul real. La noche anterior había conseguido acabar su novela, llegar al desesperante punto y final. Después de debatirse en la duda de si debía añadir un párrafo descriptivo que disimulara la precipitación con que había liquidado el último capítulo, pensó que no sería estético, ni práctico; además de que no le daba la gana, no tenía porqué alargar la vida literaria del hijoputa de Juan Parra, a quien había logrado matar después de intentarlo durante decenas de páginas.
Sí, esa noche había dado muerte al único personaje que debía perecer en el curso de una emboscada, porque lo había creado para eso, para que pagara por sus actos de criminal; y porque estaba concebido para encarnar, con su muerte, el punto culminante del argumento y se hacía preciso su sacrificio, por tanto, no podía caber otro final más literario. Pues un personaje era sólo eso, una piel de quita y pon para soñar despierto, un juguete que para funcionar había que colocarle las pilas, una creación inmortal o efímera, según se recreara con el ánima encendida de la imaginación o se adormeciera en el légamo del tedio del lector. Lo primero que hizo cuando hubo acabado el relato, fue dejarse caer por el acantilado del punto final y gozar, deleitarse sopesando el rimero de folios escritos durante más de un año. Parecía mentira, pero tantos pesares para componer aquella historia que rozaba la tragedia, y en esos momentos, era agua pasada. Yacía latente en una sola línea kilométrica de tinta que concluía de idéntica forma que otras historias escritas por él, como si todos sus argumentos abocaran al mismo despeñadero, siempre con el pretexto de que la realidad de la vida no daba para otros desenlaces.
Se le hizo de madrugada repasando las cuartillas. Terminó con los párpados inflamados por el reflejo de la luz del velador en el papel y con la boca agrietada, de haberse fumado sin descanso un paquete de Pall Mall. Aplatanado o, tal vez, rendido por tanta satisfacción, tuvo que dejarse caer en la cama. Despertó pasado el mediodía, alterado por una musiquilla estridulante. Un afilador tenía aparcada la muela justo debajo de su ventana y resilbaba con impertinencia. A esas horas, el sol tenía fragmentada la dudosa oscuridad del cuarto. Cuchillos de lumbre entraban por las rendijas de la ventana y se estampaban contra el suelo, en donde se deshacían en cegadoras láminas de metal fundido; el resto del ámbito era una penumbra cortada a rodajas. Instantes antes de abrir los ojos por el sobresalto, estaba soñando que volaba por encima de una ciudad de casas de muñecas, todas ellas tenían tejados de colores y estaban dispuestas, como hongos, entre el verde de altas y tupidas montañas. Iba flotando por un cielo gris y líquido que no dejaba ver más allá de las crestas del horizonte, sentía la agridulce ingravidez de estar metido en una pecera. Pero un ejército de grillos comenzó a devorarle las alas y ya no pudo mantenerse en el aire. Caía en picado a un precipicio sin fin. Por eso abrió bruscamente los ojos y se dañó la vista contra los tabiques oblícuos de luz solar que dividían el cuarto. Durante el tiempo que tardó en recuperar la noción de las cosas, había tenido la sensación de que alguien lo observaba, desde el mueble del aguamanil, al fondo de la habitación. El afilador dejó de rechiflar y llamó a su clientela. «¡El afilador!» Aquella llamada vibrante y metálica, le hizo recordar quién era y que no podía perder más tiempo en la cama. Había logrado dar término a su novela: «Muere, aunque sea sólo una vez.» Un relato de odios y venganzas en torno a un asesinato de justicia que se hacía esperar hasta el último episodio.
Después de pasar un rato dándole vueltas a la conveniencia de dejar como estaban algunos pasajes del texto, se levantó urgido por las ganas de volver a repasarlo y retocar ciertos puntos. No le hizo falta vestirse, pues se había echado con las ropas del día anterior. Se enjuagó la cara en el aguamanil y bajó los siete escalones, que separaban el cuarto de su escritorio, secándose las goteras del rostro con el faldón de la camisa. Se llevó un susto de muerte. Nada más cruzar el quicio del escritorio, lo vio sentado en una pila de libros sobre el suelo, con el cuerpo respaldado contra la pared y los dedos de sus nerviosas manos, encordados sobre el tobogán del vientre. Era el Juan Parra de su novela, en carne y hueso, idéntico a como él lo había creado con la imaginación. El pelo negro y de brillo grasiento, su tez de canela, sus córneas de serpiente venenosa, su sonrisa abismal y cínica, sus miembros de felino, su estar tenso y receloso, su pinta de perdulario de los bajos fondos con la cicatriz en una de sus mejillas. También su vestimenta era la que le había ideado, prendas de sarga oscura y de lienzo, de antes de la guerra. Lo escrutó receloso desde una de las jambas. No creía lo que estaba viendo. Se tuvo que restregar varias veces los ojos, para estar seguro de que no continuaba soñando; el chiflido del afilador en la calle parecía indicarle que no. Era imposible que no hubiera un rasgo o un detalle en aquel hombre, que no estuviera descrito a lo largo de las ciento y pico cuartillas. El pánico empezó a subirle por los pies, sintió que el suelo se ablandaba y que estaba siendo tragado por la tierra. El personaje, su personaje, le sonreía dejándose ver la hilera de dientes podridos por el alcohol y el tabaco. «Ya era hora.» Le espetó con la voz que tantas veces le había oído mientras lo hacía vivir en los papeles.
– ¿ Quién eres ? – Le preguntó al fin, fingiendo una incredulidad que era más bien profundo temor.
– ¿ Para qué me lo preguntas ? Tú ya sabes quién soy.
Efraín no cejó en su asombro.
– Pero no es posible, no puede ser…
– Te llevo aguardando un buen rato. No he querido despertarte.
El sonido de la zampoña del afilador volvió a ondulear en la casa; pero esta vez, sus tonos sonaron lejanos y diluidos. Efraín se fue a sentar en la silla más distante a la posición del inesperado visitante. No acaba de reponerse de la increíble certeza de aquel espejismo.
– Esto es absurdo. ! No, no y no. Es que no puede ser ! Efraín meneó la cabeza como muestra de que no aceptaba formar parte de la alucinación. Hacía verdaderos esfuerzos por salir del ensueño, pero era inútil.
– Pues vaya cojones. Ahora resultará que no estás satisfecho con el logro con que me has caracterizado. ¿ No era así como me pensaste ? – Le preguntó Juan Parra entreviendo la intención de un reproche.
Después de un instante de vacilación, Efraín pensó que tenía que apechugar con la evidencia y seguir el juego hasta la punta.
– No es eso. Es que…- Cuando iba a decir algo, la voz imponente del otro lo cortó en seco.
– Pues yo no estoy conforme, y no pienso amoldarme al argumento.
Lo que le faltaba. El juego podía conducirlo a la locura.
– Y yo sigo sin entender nada. – Contestó Efraín sin lograr salir de la confusión.
El Juan Parra de carne y hueso se incorporó poniéndose de pie. Al estirar su eslora para desperezarse, casi llegó a tocar el techo con la cabeza. Efraín se asombraba, cada vez más, de las semejanzas entre aquel ser dudoso, y el de ficción que había matado por la noche, antes del punto y final de la novela.
– La cosa es bien sencilla. No me gusta el papelón que me has dejado en ese folletín de mierda. – Le aseveró amenazante.
– Un personaje es como lo escriben, si no, sería otro personaje. Te escribí así, ¿qué quieres que le haga? ¡Joder! Si alguien me viera por el agujero de una cerradura… – Efraín se llevó las manos a la cabeza.
– No te justifiques, me hiciste así con la idea de pringarme. ¿ Y sabes una cosa que me toca los huevos ? – Se dirigió hacia la mesa camilla que hacía de escritorio y agarró el mazo de cuartillas de donde se suponía que se había escapado. Lo blandió como si estuviera abanicándose y buscó la hoja en que se narraba la escena de su muerte.- Que al final me mate un cagastacas que encima es medio maricón.
– Motivos no le faltan, te la tenía jurada. Cualquiera, en la vida real, te haría lo mismo por la mitad de cabronadas que te había aguantado – Intervino disculpándose a la vez que encogía los hombros.
– Es igual. Sigue sin gustarme tu historia y no voy a participar en ella.- Acto seguido, Juan Parra lanzó violentamente el mazo de cuartillas, esparciéndolas por el aire manso de la estancia. Se produjo una tempestad de hojas de papel blandiendo la atmósfera cerrada que los envolvía.
– ¿ Qué has hecho ? – Efraín se tiró al suelo y se puso a recoger las cuartillas, una a una, prescindiendo de si seguían el orden del relato.
– Puedes perder el tiempo si quieres, pero no conseguirás meterme de nuevo en tu embrollo.
– Pero tú eres un personaje. No tienes opinión, ni puedes decidir. Eres un producto de mi imaginación, que te ha hecho de esta manera; y de otra no puedes existir. – En esos instantes, suplicaba comprensión.
– Ahora, nada tengo que ver con tus cuentos. ¡ Ni personaje, ni Cristo que lo fundó ! Hazte cuenta que me he rebelado y que tomo mis propias decisiones. Aquí no va a haber más historia, que la que yo me corra por el mundo.
– Eso es imposible, porque tu vida empieza y acaba aquí.- Efraín le señaló el montón de papeles que había recogido del suelo.
– Con eso puedes limpiarte el culo, nada tienen que ver conmigo.
Efraín se puso a pasar hojas y a entrar en un estado de perplejidad absoluta. Todas las cuartillas que inspeccionaba, presentaban amplios espacios en blanco. Habían desaparecido párrafos enteros y, en los diálogos, faltaban las frases que en teoría permitían pensar o hablar al personaje. En las del suelo se repetía el mismo fenómeno. Cualquier parte del texto que guardara relación con Juan Parra, se había borrado de los papeles. No existía rastro de tinta o señal que indicase la más leve sospecha de que en esos vacíos se había escrito palabra alguna. Aquéllo volvía a parecerse a una pesadilla terrible y abrumadora. Todo era inverosímil. Arrodillado en el suelo, comprobaba las hojas esparcidas, buscaba afanosamente, esperando encontrar alguna que no tuviese dicha anomalía; pero fue inútil, en su búsqueda desesperada fue a toparse con las piedras de basalto del otro, que con la cabeza le indicaba que no había vuelta atrás.
– No trates de esforzarte, no hay dios que me haga volver a esa basura que te sacaste de la chola.
– ¡ El trabajo de más de una año echado a perder !- Efraín se lamentaba para desahogar su impotencia. Estaba obligado a aceptar que lo que tenía en las manos era simple papel, folios inútiles que sólo servían para el fuego o para lo que el otro le había indicado en tono de guasa.
Juan Parra comenzó a desnudarse y a lanzar sus ropas sobre las pilas de libros.
– Ahora, sácate la ropa y dámela. Para ir por ahí, ésta no me aprovecha, me recuerda que soy yo.
Efraín no salía de su asombro. La pesadilla estaba llegando a extremos en donde lo absurdo pasaba la frontera de lo peligroso.
– ¿ Qué gilipollez es ésa ?
Juan Parra tenía los ojos encendidos y enviaba puñales con la mirada. Su rostro, crispado y agitanado, estaba adquiriendo los gestos duros y amenazantes de los momentos en que en la obra se preparaba para tirar el degüello. Entre tanto, se descalzaba sus botines de cabritilla y se aproximó a Efraín, agarrándolo por la pechera y forzándole a desvestirse.
– ¡Suéltame! ¡Te he dicho que me sueltes!
– Quítate la ropa y no me hagas perder los estribos.
– ¡No me da la gana! – Gritó Efraín forcejeando contra las carnes desnudas y consistentes del otro. Se resistía a ser sometido por aquella ilusión que, tarde o temprano, se desvanecería diluido por la realidad y sometido para siempre al plano estricto de la fantasía. Pero para ello, primero él tendría que despertar de ese mal sueño, cosa que no parecía ser probable, porque en un descuido, recibió un fuerte puñetazo en el mentón que le desencajó los huesos de la mandíbula. Casi pierde el sentido del golpe, podía mantenerse en pie a malas penas. El dolor se había hecho sólido, se había cristalizado por todo su cuerpo, recorriéndolo como una lava glacial. Tuvo que claudicar y ponerse a desabotonarse la camisa. Pese a que la escena bien podía haber formado parte del texto, que aún yacía tirado e incompleto por el suelo, no le quedó más remedio que acatar la corporeidad inexplicable de Juan Parra y cederle la ropa.
Juan Parra acabó de vestirse y señaló el mar deshecho de papeles:
– Quiero que los quemes. Después de que me haya ido, no se te ocurra que vuelvas a inmiscuirte en mi vida. A partir de ahora, somos desconocidos. ¿ Entiendes ?
Efraín no replicó. El dolor de quijadas lo tenía calibrando la intención de aquellas peticiones.
– Si te vuelvo a encontrar por el mundo, te mataré. Si tú lo has hecho conmigo, está bien que te pague con la misma moneda. No lo olvides.
A Efraín se le puso la carne de gallina. Las crueles palabras del otro, le habían llegado como un vaho invernal y espeluznante. Juan Parra desaparecía por la puerta, iba ridículamente vestido con unas ropas que le estaban cortas y que le entorpecían su andar felino. Efraín no podía dejarlo escapar. Enteramente desnudo, se incorporó del rincón donde había quedado encogido igual que un feto y, tropezando varias veces hasta salir de la casa, corrió detrás gritando y suplicando como el loco en que se había convertido.
– ¡Tienes que volver a tu sitio! ¡No estás hecho para vivir en el mundo! ¡Vuelve, no eres real!
Don Miguel el párroco, imperturbable como una piedra, estuvo oyendo, sin rechistar, el hilarante relato de Efraín. Aquella explicación, que no dejaba de ser ocurrente y digna, para ser llevada al cine, daba señales de lo perniciosos que podía llegar a ser los malos hábitos y el alejarse de la compañía de Dios. Estaban, el uno frente al otro, en el cuarto de puertas del Cuartel de la Guardia Civil. A Efraín lo tenían esposado como a un delincuente, todavía envuelto en la manta y con la cara llena de magulladuras de cuando a uno de los guardias, con la intención de quitarle la tontería, se le fue la mano unas cuantas veces. El párroco sintió lástima, sobre todo porque se sugestionó con la apariencia de Efraín, que le recordaba al Ecce Homo. Al enterarse de lo sucedido, había asentido con la cabeza recalcando que ya lo veía venir, que ese muchacho andaba ligero de cascos y era aficionado a lecturas poco recomendables. De siempre había vivido sin riendas que lo supiesen sujetar frente a las tentaciones y los peligros del mundo; así estaba ahora, al borde de un abismo que podía significar su perdición total. La culpa no era toda suya, había crecido sin unos padres que lo protegieran y educaran, en el más absoluto desarraigo, porque a las cosas se las tenía que llamar por su nombre; mal cuidado por una vieja meretriz y un tío que nunca se había sabido si en verdad lo era y que vivió la mayor parte del tiempo en el extranjero. Del tío adquirió las peores costumbres, comportamientos malsanos a los que se llamaba moda allende las fronteras, eso sin contar los innumerables libros y revistas de dudoso contenido que ya hubiesen necesitado de una buena hoguera. Don Miguel dejó su silla después de haber meditado acerca de la capacidad de fabulación de Efraín y de los malos influjos que la provocaban. No había duda de que el diablo andaba haciendo de las suyas y se aprovechaba de la relajación y del abandono de las pautas morales que cada domingo él recalcaba ,desde el púlpito, a sus feligreses. Esbozando una mueca de falsa comprensión, inició un distraído periplo por el cuarto de puertas con las manos anudadas a la espalda, barriendo, con los bajos de la sotana, las losetas levantadas y sueltas del piso del cuartel. Simuló impaciencia y enfado acompañados de unos gruñidos de mal genio, para acabar deteniéndose frente a la figura encogida y sollozante de Efraín, que permanecía con la mirada extraviada en un punto mucho más hondo que el suelo. El párroco adoptó, por fin, una actitud mansa y doctrinaria.
– Mira hijo, lo que has hecho es muy gordo, bastante gordo. Estoy seguro de que hasta la Virgen se habrá tenido que tapar los ojos para no ver tu indecencia. – Le dijo señalando la figurilla de una Pilarica de escayola que presidía el cuarto desde una repisa saliente de la pared.- Pero como ya está todo hecho y Ella no habrá querido verlo, está dispuesta a perdonarte.
– Usted no me ha creído. Lo que le he contado es cierto, no estoy loco ni salido.- Le reprochó Efraín sumido en la impotencia y no deseando que el párroco continuase con el sermón.
– Hijo, claro que te he creído. ¿ Por qué no voy a hacerlo ? Pero, ¿ crees que los demás te creerán ?
Efraín no reaccionó ante esa pregunta, tal vez porque no necesitaba contestación.
– Dejémoslo en que todo ha sido la consecuencia de una pesadilla, en que has salido sonámbulo a la calle, sin ninguna intención pecaminosa, sin darte cuenta de tu indecoroso estado. Ibas soñando que perseguías a un deplorable personaje de uno de esos libros que, por mala costumbre, sueles leer y que, como habrás podido comprobar, te van a volver loco como al Quijote. Unos días de reposo y unas vitaminas que te recete el médico, y ya está, todo arreglado. Eso sí, después te pasas por la iglesia, que tú y yo tenemos bastante de que hablar.
Para Efraín la cosa no se podía arreglar tan fácilmente. Estaba cayendo en la desesperación de ver que nadie iba a ponerse en su lugar. Todo el mundo pensaba lo mismo, que estaba loco; lo cual le atormentaba, porque, a ese paso, no le quedaba mucho para convencerse también él.
– Pero es que no ha sido un sueño. Si lo han tenido que ver, llevaba mi ropa. Si lo hubiera podido alcanzar… Ahora, Dios sabe dónde estará metido.- Estas últimas palabras las pronunció con voz queda y una resignación no exenta de amargura.
Al párroco se le iba la paciencia. Levantó la mirada, forzando una mueca de tolerancia y resignación que interpretó para alguien imaginario, como si en el cuarto de puertas, además de Efraín y de él mismo, hubiera otro estúpido capaz de aguantar tanto disparate. Estuvo a punto de decir: lo que te pasa es que estás chiflado. Pero se contuvo. En cambio, ignoró sus deseos de dejar suelto su lado visceral y propinarle un cachete, dulcificó su semblante, hasta adquirir la mansedumbre y las maneras dulzonas que tantas veces había tenido que fingir ante sus feligreses más acaudalados en los momentos arduos de tenerles que pedir, en nombre de Dios, alguna dádiva para paliar la situación de más de una familia desesperada: «Don Carlos, Dios tiene en cuenta estos sacrificios.» «Doña Antonia, Dios sabe lo que vale desprenderse de los bienes materiales, sobre todo en los tiempos que corremos. Todo lo tiene presente, incluso la cantidad.» Efraín seguía encogido, con el aspecto ruinoso de un náufrago recién rescatado. Tenía los sentidos puestos del revés y sólo veía y oía lo que pasaba en sus adentros.
– Hijo, el sargento espera ahí fuera, y ya sabes lo que quiere hacer contigo. Hazme caso, lo dejamos en que ha sido un desbarajuste de la edad, cosa de un joven como tú, y que te mande rapar el pelo. No lo compliques más y deja el resto de mi cuenta.
Efraín no decía nada, parecía no haber visto la tabla de salvación que se le estaba tendiendo.
– Prometes que aquí en adelante te vas a comportar, olvidas ciertos hábitos malsanos y esas lecturas que te perjudican. Mira, te puedes dedicar a la poesía, – se le ocurrió de pronto – a la Virgen le gustaría que le escribieses una. Yo te puedo orientar sobre muchas cuestiones, además, te puedo prestar libros interesantes de los que guardo sabias lecciones. – Le puso, paternalmente, la mano en el hombro.- Y no estaría mal que vinieses de vez en cuando por misa.
A Efraín Verdú, aquella tarde, le esquilaron la cabeza. La pareja de guardiaciviles lo custodió hasta la barbería de Mejías. Antes, le habían traído ropa y le habían dado de comer un bocadillo de calamares que el párroco mandó pedir en el Rincón del Bolo. Cuando Mejías había terminado con la maquinilla de los dos ceros, uno de los guardias le ordenó:
– Ahora se la afeitas.
Efraín se dejó hacer. Ladeaba la cabeza a la presión vacilante de las manos de Mejías, quien, con cierto recochineo, le enjabonaba la sesera. Cuatro ojos bigotudos e indolentes lo vigilaban desde el otro lado del espejo. Efraín sólo reaccionó, encogiendo el cogote, al oír blandir la navaja en el cuero de afilar. Cuando Mejías terminó la faena, el mismo guardia de antes acercó el bigote a la reluciente calva y la inspeccionó con suma desconfianza. Tras una leve y maliciosa sonrisa, quedó satisfecho. Dirigiéndose a Mejías, aunque señalando a Efraín, añadió:
– El sargento dice que se lo cobres a él.
Mejías asintió con la cabeza mientras contemplaba el resultado de su obra, que, de antemano, se había resignado a no cobrar.
De regreso a su casa, Efraín fue seguido por una caterva de chiquillos que le llamaban caracebolla y le sacaban la lengua. En algunos portales, había mujeres que, a su paso, enmudecían para luego hacerse cruces discutiendo sobre lo peligroso que era tener a un loco suelto. También en el aula de la Sección Femenina, las muchachas de bolillos cuchicheaban acerca de las intimidades de Efraín y aguantaban las risas detrás de los almohadones de la randa, mientras doña Luisita les recordaba que debían confesarse. Efraín subía las cuestas sin notar el esfuerzo, llevado de la insensibilidad de sus extremidades, que no notaban el vacío dejado por sus sentidos erráticos y perdidos en la búsqueda de una sensación sólida y real en aquella tarde calenturienta de octubre. Su casa estaba patas arriba. Muebles, enseres y cachivaches se extendían en el más caótico desorden por todos los rincones. El tintero había sido derramado sobre el tapete de la mesa camilla. De los estantes, habían desaparecido los libros y revistas, los manuscritos de sus obras y el paquete de cartas y postales con el bramante verdemar. Los cajones también andaban revueltos y medio vacíos. Por la casa navegaba el tufo lento y picante de las cosas que arden a fuego lento, al fondo del pequeño pasillo, por la puerta entreabierta del patio, se colaban unas gasas de humo pálido que proyectaban sombras sigilosas y trémulas en las paredes. Al empujar la puerta se topó con las cenizas, allí había ardido todo su mundo, sus años de creación literaria, sus ilusiones y esperanzas. La causa de su desgracia, la cientos de folios de su novela, probablemente habían desaparecido en la hoguera inquisitorial, porque no los divisó entre el maremágnum de la casa. En la piel desnuda de su cráneo, reventaban miles de burbujas frías y chisporreantes a la temperatura de sus pensamientos, que lo estaban colocando, ahora sí, en el lado oscuro de la demencia. La última cosa cuerda que le pasó por la cabeza, recordando aquellas cuartillas, fueron las palabras indolentes de Juan Parra, que no cesaban de repetirse como en un disco rayado: «Quiero que los quemes. Quiero que los quemes. Quiero que los quemes…»
– ¡No! – Gritó desgarradoramente Efraín, con la vista turbia por las lágrimas.- ¡Noooo…!
El día en que a Efraín se le estropeó la chaveta, de eso ya hace bastante tiempo, alguien pensó que la locura es un agua torrencial e incontenible que nos arrastra, sin remisión, hacia los piélagos más sórdidos del hombre. Por eso, Efraín quedó trastocado, encallado en la sensación de que el mundo estaba hecho con el aguardiente de Eloisa Riera y de que no era verdad que estuviera creado de sustancia divina, sino de metílico envenenándolo. Sí, eso era. Lo supo una tarde que la sorprendió en la tienda, vertiendo el alcohol tóxico en los toneles destinados a la venta. Ahí se encontraba el quid de la cuestión, que el mundo se emborrachaba con el alcohol equivocado.
– Ponme medio litro, pero que sea del bueno.- Le recalcaba, desde aquella tarde, a Eloisa, usando el tono guasón que demostraba, a las claras, que sabía su secreto.
– Cada día estás más loco.
– Porque pones mucho de eso. – Y con su adquirida sonrisa cínica, le señalaba el garrafón del metílico.
Efraín se dio a la bebida para saltar el abismo que lo separaba de las cuartillas en blanco, para cubrir esa distancia vertiginosa que irremisiblemente se le hizo insalvable. Le era imposible escribir una línea que diera por buena, se desesperaba y se rompía la crisma contra la mesa camilla, dándose cabezazos de espanto. En un principio, se atizaba unos cuantos medios vasos, el aguardiente suficiente como para soltar el lastre que lo tenía envarado sin que perdiera, a su vez, el deseo de salir del atolladero; pero, poco a poco, conforme transcurrían los meses y las bujías seguían sin funcionarle, fue necesitando más combustible y dejó de utilizar los vasos, bebía a grandes tragos de la botella, porque ya no notaba el ardor líquido ni en su garganta, ni en su estómago. Una vez borracho, le importaba un rábano el que las musas lo hubiesen desterrado de sus dominios. Aun así, lo intentaba siempre que estaba sereno. Un día logró escoger un título para una nueva novela que jamás escribiría. Se creyó con ánimos y lo estuvo intentando. «Un autor en busca de su personaje.» No, un título así, daría la impresión de haber sido tomado de la obra de Pirandello. «Historia a la espera de un personaje.» Tampoco, era poco impactante. «Falta el personaje de la página siete.» Éste podía servir, pero no lograba entender porqué en la siete y no en cualquier otra, aunque bastaría con hacerlo protagonista de sólo seis páginas. Parecía tenerlo fácil sin necesidad de usar la imaginación, su propia experiencia pasada era una fuente de recursos. Lo cierto fue que nunca dio un palo al agua, las cuartillas se amontonaban a sus pies hechas pelotas de papel, pues apenas había logrado garabatear en ellas tres palabras seguidas, las encontraba insulsas o cursis, en ambos casos, merecedoras de acabar estrujadas en la papelera. Su mente estaba a oscuras, como si su sustancia gris yaciera encajonada e inservible en algún armario cerrado de su cabeza.
El alcohol no pudo paliar esa situación. Los días de desazón y zozobra seguían a las largas noches de insomnio, el calendario de Efraín se podía seguir por los litros de aguardiente. Las borracheras le mitigaban el sufrimiento, pero lo empantanaban, cada vez más, en esa zona de la existencia en la que si uno no reacciona a tiempo, es engullido por la ciénaga de la vileza y del abandono. Harto de acumular papel y botellas vacías y de llevar siempre avivado en la boca
el volcán de sus vísceras, un domingo por la mañana, mientras medio pueblo estaba en misa y el otro medio trabajando en la tierra, como cualquier otro día de la semana, albergó el propósito de salir a la caza y captura de Juan Parra, así, que cogió el portante y desapareció por el mundo en el que andaba suelta su locura. Ellos supieron que se había ido, porque vieron su casa cerrada a cal y canto. Si bien la noticia causó cierta tranquilidad, sobre todo en las casas vecinas, donde ya no aguantaban sus escandaleras y sus desvaríos, en el fondo todos compartieron una leve preocupación por los peligros que la vida le deparaba fuera de aquel lugar. Efraín se fue a perseguir una ilusión, o como dijo alguien, quiso atrapar al vuelo ese sueño que los demás matamos en nuestras vidas ordenadas y vulgares, y que conservamos en la vitrina de la memoria para lamentarnos cuando ya es tarde para soñar. «Por eso nos conformamos con decir que si volviéramos a nacer haríamos esto o aquéllo.» Efraín se perdió por el mundo, como si el mundo fuera un lugar sin retorno, porque, desde entonces, nadie supo más de él. Siempre había quien se dejaba decir en el mostrador del Rincón del Bolo que lo habían visto mendigar por las calles de ciudades dispares y que hozaba en los cubos de basura como un perro callejero, o frecuentar los lupanares más sórdidos en medio de gente del hampa. También hubo quien dijo haberlo visto de lejos, y aún así, aseguraba, que sus ojos eran del color del pus y que hacían temer de él lo peor. Otros calculaban que habría cruzado el charco y se habría marchado al extranjero, con el tío que no era tío. Incluso, se llegó a pensar que había muerto despeñado por un barranco cuando, en la plana de un periódico, solicitaron datos para identificar el cadáver desfigurado y todos ellos creyeron reconocerlo en la foto borrosa. Por esas fechas surgió la leyenda de que su espíritu perturbado vagaba por las noches en el vacío inmenso de la casa y se tuvo que decidir su derribo. En el solar se pusieron bancos y jardineras, pero ante el repelús de la gente, acabaron por tapiarlo. Pero de eso, también hace bastantes años, tantos, que cuando esta mañana han leído, en la sección de anuncios por palabras del periódico, el reclamo inaudito y aberrante en el apartado de Varios, parece que el tiempo ha hecho presa de ellos y les ha tirado en cara el no haber tomado la vida en serio. Se han sobrecogido al comprobar atónitos que la vejez los empujaba a desvariar, pues algo del pasado, quizá el recuerdo exagerado de un episodio que no fue tal como lo tenían en la memoria, les había iluminado las córneas, dándoles esa apariencia demente. » Urge encontrar a un tal Efraín Verdú. Escritor o loco, sin más señas. Personaje harto de padecer en una vida que no es la suya, lo necesita para morir como debe. Cualquier información al respecto, será espléndidamente gratificada. Preguntar por el Sr. Juan Parra en el teléfono…» Uno de ellos se ha preguntado, con esa entonación que ponen los que pretenden dar muestras de lucidez, si al final de todo, tenía que resultar que los locos iban a ser ellos.
– Mira que si la vida es un manicomio…- Ha replicado chistoso otro de ellos.
Y alguien, ese alguien del que nunca se acuerda uno, tal vez porque siempre pronuncia la última palabra desde una ocurrencia osada y fatídica, viéndose envejecer en el mismo banco del parque que los demás y sin más consuelo que el sol devastador de estos años ochenta, los ha rematado con una frase que no han acabado de entender por la expresión de sus caras abúlicas, aunque todos han asentido como dando por válida la sentencia; bueno, todos no, el pobre Mejías ni se ha enterado, de unos años a esta parte, se ha quedado más sordo que una tapia.
– La vida es así. Si no fuéramos unos viejos locos, sería señal de que ya estaríamos muertos.