IMPACTO
Cuando tomé la decisión de escribir sobre este episodio de mi vida, no sabía bien como titularlo y cuando encontré la palabra que en principio parecía adecuada, tuve que confirmar su significado en el diccionario para cerciorarme de que el mismo se ajustaba perfectamente a lo que supuso para mí aquel momento. La experiencia vivida en Bogotá el 1 de Mayo de 1978, día Internacional del Trabajo, fue un verdadero IMPACTO, que todavía hoy puedo evocar, y recordar y ver en mi mente cada momento con nitidez, resultando extraño que después de tanto tiempo aún permanezca intacta en mí.
Tenía 19 años y ahora, con 21 más, me doy cuenta de lo temeraria, inconsciente, apasionada, aventurera o enamorada de la vida que se puede estar cuando se es más joven. Todo mi bagaje se reducía a una mochila de nylon roja con armazón de aluminio, una pequeña tienda de campaña, un saco de dormir, un vaquero, varias camisetas, sesentamil pesetas para dos, un pasaje aéreo de regreso abierto un año, el mejor compañero y un futuro excitante por venir. Parece poco pero en aquel momento era todo lo que podía desear: libertad y el mundo a mis pies.
Descubrí en mi primer vuelo transoceánico lo aburrido que resultaba el avión; eso sí, después de maravillarme tras el ascenso a más de diez mil metros de altura y atravesar los grandes cúmulos de nubes… Alejarme de tierra firme era conocido por mí, pero introducirme en ellas, perder la visibilidad durante unos minutos y emerger de nuevo para seguir volando sobre una superficie inconsistente pero que invitaba a revolcarse, resultó ciertamente hermoso…; mullida, blanca, como borbotones de merengue muy altos que a veces se disparaban casi con agresividad como si de una explosión se tratase, el sol incidiendo sobre ellos reflejando su luz sobre el ala plateada del avión… y sobre mí, el cielo más claro y más azul que nunca he visto…
Después de nueve horas de vuelo, por fin Eldorado, Aeropuerto Internacional de Colombia. Ya antes de aterrizar atisbaba con curiosidad por la ventanilla intentando encontrar la ciudad que pocos momentos después me acogería. Todo sorprendentemente plano dada su situación en plena sabana, formando parte del altiplano del departamento de Cundinamarca y a unos dos mil seiscientos metros de altitud. Todo completamente verde debido al alto grado de humedad medioambiental y una temperatura prácticamente estable de catorce grados de media, con apenas una oscilación térmica de dos grados durante el día. Tanta llanura apenas rota por los cerros de Guadalupe y Montserrate de poco más de tresmil metros de altitud, entre los cuales se asienta Santa Fe de Bogotá.
Desde arriba pude observar la ausencia de grandes edificios y un trazado claro y ordenado de calles y anchas avenidas. Y por fin un aterrizaje perfecto. Bienvenida por parte de la tripulación y aplausos por parte de los pasajeros, deduje que habituales o al menos no primerizos porque a mí no se me hubiera ocurrido aplaudir nunca; práctica que seguí observando en los seis viajes que se sucedieron durante los siguientes siete años que viví en Latinoamérica.
El descenso del avión, no sé por qué, no se produjo a través de las mangas articuladas que se acoplan a las puertas y te transportan hasta la terminal aérea. Bajamos por las típicas escalerillas y el primer impacto se produjo al respirar el aire de aquella parte del mundo, húmedo, espeso, cargado… que casi se podía tocar y coger. Costaba hacerlo entrar en los pulmones, y emanaba un olor característico que no sé describir.
Fuimos transportados en autobús junto con los otros pasajeros hasta la terminal. Pasamos aduana y a partir de aquel momento empezaron los acontecimientos que en el transcurso de las horas siguientes me pondrían en contacto con aquel desconocido y sorprendente país. Policía entrenada para proteger al turista con distintivos especiales en su atuendo, con el fin de poder ser identificados con facilidad, nos instruían durante nuestra corta estancia en el aeropuerto para no ser víctimas de robos o atracos. Carteles con recomendaciones de como portar el equipaje de mano o llevar la cámara fotográfica para evitar los «tirones»…
A medida que nos aproximábamos a la salida, el aspecto de las personas que me rodeaban iba cambiando. Ese aspecto exterior que ofrecen aquellas de un nivel socioeconómico o cultural al que yo estaba acostumbrada, empezaba a diluirse, y cuando llegué al exterior, en pocos minutos desapareció. Todos se alejaron en coches lujosos con chófer o taxis y ante nosotros sólo quedaban los pobres habitantes; y digo pobres porque realmente lo eran, pobres que vivían de la limosna de los que llegaban, de los pequeños robos, los timos y del mercado de dinero negro, «Dólares, dólares…» susurraban al acercarse a tí.
La primera intención fue proponer tomar un taxi porque me sentí desvalida, desprotegida y me atrevo a decir que temerosa, pero de forma automática me autoinfundí coraje. No hay nada mejor contra el miedo que mucha voluntad y una buena dosis de osadía. Pensé: «No he venido a hacer turismo, he venido a vivir aquí. Cuanto antes inicie el aprendizaje, mejor». No había mucho dinero, pero sí un futuro completamente incierto, y la opción fue un autobús de línea.
No sabíamos cuál era el destino del que tomamos, pero pensamos que cualquiera de los que allí había nos llevaría a la ciudad, y que en su momento, por las características que nos ofrecieran sus calles, sus casas o sus plazas, entenderíamos que tocaba apearse.
Se trataba de un autobús muy antiguo, completamente destartalado y decorado con profusión, no quedando libre ni un centímetro de su superficie que aparecía llena de dibujos de águilas, flores, indios y guirnaldas de muchos colores… en el que nos instalamos bajo las miradas curiosas de los viajeros. Toda aquella euforia y excitación que poco antes me mantenía dispuesta, en aquel momento casi se convirtió en tristeza y abrazada a mi mochila e inmersa en mis pensamientos, empezaron a aparecer las primeras calles de Bogotá.
El aspecto que ofrecían las casas no resultaba nada atractivo y la basura que se amontonaba en las calles denotaba desorden, abandono y suciedad. Pensé que al tratarse de barriadas de las afueras de la ciudad podría ser normal, pero aún así no se parecía en nada a lo que yo conocía y conocía muchas. Las edificaciones, ausentes de carácter o estilo, se sucedían unas a continuación de otras pintadas de los colores más inusuales: verde, rosa, azul… pero lo que más me llamó la atención fue que no había gente. Parecía una ciudad fantasma. En las paradas de autobuses algunos subían, otros bajaban, y yo esperaba encontrar ese sitio de la ciudad que pareciera adecuado para pararnos.
Transcurrida casi una hora recorriendo calles y más calles, el autobús empezó a alejarse cada vez más de la zona urbana comenzando a circular casi por caminos donde aparecían, entre los tramos de casas, espacios de vegetación, lo que me dio a entender que nos alejábamos de la ciudad y entrábamos en zona rural. Se acabó de pronto el asfalto de la carretera y el autobús inició un ligero ascenso por un camino de tierra medio embarrado, bordeado por casas cuyas fachadas parecían de ladrillos de adobe, y con pequeños porchecitos de latas o uralita de los que colgaban chinchorros; las puertas de las casas abiertas, niños pequeñitos muy sucios que entraban y salían, mujeres que fumando puros amamantaban bebés en plena calle y hombres que deambulaban sin rumbo calle arriba, calle abajo…
De repente, el autobús en el que sólo quedábamos mi compañero y yo, con todas sus campanillas de adorno tintineando debido al mal estado del camino, se paró de un frenazo, y el chófer gritó: «Fin del trayecto. Apéense». Con taquicardia, me enfilé la mochila, crucé mi cámara fotográfica como indicaban los carteles del aeropuerto, y nos bajamos. Le pregunté al chófer dónde estábamos y si quedaba muy lejos alguna zona de la ciudad donde pudiésemos encontrar un hotel no demasiado caro para alojarnos. ¡Menudo peso inútil la tienda de campaña en un país como aquel!. Exclamó, y rascándose la espalda, lo único que supo decirnos fue que preguntáramos, a medida que fuéramos introduciéndonos de nuevo a la ciudad, por el Triángulo Inter nacional.
Iniciamos el descenso por el centro del camino y a medida que avanzábamos los habitantes de las casas salían para vernos pasar, concentrándose en poco tiempo a nuestro alrededor una treintena de personas, en su mayoría niños, que nos seguían tocándonos y riéndose. Yo llevaba zuecos de madera y me resbalaba, y me cogí de la mano de mi compañero. Tenía mucho miedo.
. En un momento, fuimos sorprendidos por un chico joven con bastante mejor aspecto que todos los que nos rodeaban. Se colocó entre nosotros y asiéndonos por el brazo nos invitó a caminar más deprisa para salir cuanto antes de allí. Nos preguntó de dónde veníamos y cómo habíamos ido a parar hasta aquel lugar. Se presentó como estudiante de la Universidad y, ya en la ciudad, nos contó que había sido una temeridad haber estado en aquella zona y que si nos habíamos librado de quedarnos con lo puesto, seguramente habría sido porque los habitantes de aquel barrio estaban más sorprendidos de ver a dos personas de nuestras características, que nosotros mismos de estar allí. Aquella explicación me hizo verle en aquel momento como nuestro salvador. Ya he olvidado su nombre pero su imagen seguirá siendo un recuerdo imborrable.
El que la ciudad estuviese tan desierta tenía una explicación. Toda la población estaba concentrada en las grandes avenidas del centro con motivo de las manifestaciones programadas para el 1 de Mayo. Caminamos mucho rato y ya próximos al centro nos encontramos con un verdadero espectáculo al desembocar en una de las avenidas más ancha y más larga de Bogotá; allí, miles de personas con cientos de pancartas y banderas que enarbolaban con entusiasmo, gritaban consignas relacionadas con sus reivindicaciones. Nos vimos obligados a desplazarnos por calles adyacentes donde la multitud se disgregaba para poder seguir avanzando. No habiendo salido todavía de mi asombro, comenzó el acoso de vendedores callejeros que se acercaban a ofrecernos su mercancía, pero ¡qué mercancía! : marihuana, heroína, cocaína que hasta podías degustar, esmeraldas en bruto, con diferentes tipos de talla, otras piedras preciosas, oro, tabaco americano, relojes de marca falsos… y sobre todo, obsesión por comprar dólares… salvoconducto para la prosperidad, dólares que les permitieran adquirir un visado, aunque falso, para Venezuela o un viaje clandestino a través de la selva hacia su vecina «Tierra Prometida».
Por fin llegamos a un hotelito acompañados por nuestro rescatador que nos presentó al regente, que resultó ser español, no recuerdo si gallego o asturiano. Me senté después de liberarme de la mochila en un sillón del pequeño «hall». Estaba agotada. Tenía los pies destrozados y mi mente colapsada de impresiones, novedades y nostalgia. Nostalgia por Europa, por países conocidos como Francia, Italia, Alemania o Suiza, nostalgia por España, nostalgia por Monóvar, por mi casa… y pensé: «¿qué es esto?».
Saqué un paquete de Ducados para fumarme un cigarrillo y cuando el regente lo vio, vino hacia mí, cogió el paquete como si de un tesoro se tratase y me lo pidió. Se lo regalé. Se sentó a mi lado y empezamos a intercambiar información entre nosotros. El tabaco negro en Colombia en aquella época, no tenía filtro. Sólo existía una marca, Pielroja, y fumarse un Ducados con filtro, aparte de saberle a gloria le trajo muchos recuerdos. Yo le contaba cosas de España y él a mí otras sobre Colombia. Después de un ratito charlando subimos a la habitación. Me asomé por la ventana desde un piso muy alto y observé la ciudad ya anocheciendo. El aspecto que ofrecía era desolador: tejados de uralita y zinc, basura, papeles, restos de pancartas rotas, personas durmiendo en las aceras y pequeños grupos de niños, con plásticos y telas a modo de capas, que buscaban entre los escombros que por todas partes había cualquier cosa que pudiese tener algún valor.
No muy lejos se podían ver los grandes edificios que formaban el Triángulo Internacional, ese sitio de este tipo de ciudades latinoamericanas donde precisamente no parece que estés en Latinoamérica. Hoteles de cinco estrellas pertenecientes a cadenas hoteleras internacionales, Hilton, Sheraton, Meliá, sedes de grandes bancos extranjeros, y el museo del oro, orgullo de los bogotanos.
Después de una ducha en la habitación de aquel hotel donde todo me parecía extraño, me acosté en la cama y casi sin mediar palabra y repasando mentalmente los acontecimientos del día, me dormí. El despertar por la mañana no fue placentero. Todavía sentía el desasosiego con el que me quedé dormida. Trabajar doce horas diarias en Francia durante la vendimia día tras día, semana tras semana, mes tras mes, nunca me entristeció. Hasta puedo decir que el final de la jornada resultaba estimulante. Pero la sensación de soledad y el temor, supongo, a los deseos que ya se vislumbraban como irrealizables, me hacían sentir la pérdida del control de mi existencia, y esa sensación me asustaba. Tenía que salir de allí. Ni Bogotá, ni lo que representaba todo lo que ella contenía: sus habitantes, su estilo de vida y su pobreza, debían poder conmigo. Acepté no estar a la altura en aquel momento de asimilar como allí se vivía, y la decisión de abandonarla se produjo con rapidez. En Cali vivían unos amigos que conocíamos. Al finalizar el día, me marcharía de la ciudad. No me dejaría engullir por ella.
Caminando nos dirigimos al Triángulo Internacional y, supongo que a pesar de los esfuerzos de los responsables del orden, aquellos hermosos jardines y bonitas fuentes que lo adornaban, se encontraban repletos de papeles y desperdicios, producto de todo lo que la gente comía y tiraba. Por todas las esquinas había tenderetes con parrillas donde asaban desde carne llena de moscas, hasta mazorcas de maíz tierno que, después de asado, embadurnaban con mantequilla, con un aspecto que prefiero no describir. También vendían arepas, tortas hechas con harina de maíz que rellenaban con todo tipo de guisos y mejunjes y rodajitas de plátano verde fritas que después, con sal y metidas en bolsas de papel, la gente comía por la calle. Personas envueltas en harapos y con dermatitis en extremidades y cuerpo, con llagas de enorme superficie infestadas de moscas que revoloteaban sin parar, pidiendo limosna y que mostraban su desgracia para provocar la sensibilidad en los transeúntes y así conseguir algún peso. Niños bañándose en las fuentes y, contrariamente a la impresión del día anterior, una vorágine de personas que reían, comían o hablaban caminando de un lado a otro ajenas a todo lo que les rodeaba. Era su mundo. Nada parecía extraño para ellas.
Poco después, la estación de autobuses; y si las que conocemos en España son bulliciosas, la de Bogotá es indescriptible. Nunca después volví a encontrarme con personas tan malcaradas ni con tanto desorden y sobre todo, al quedarme sola mientras mi compañero compraba los billetes, tan acosada por las miradas y las sonrisas intimidatorias de algunos de los que por allí había, que sin ningún tipo de reparo se acercaban para observar mejor. Yo, con los tirantes de las dos mochilas enredados en cada uno de mis antebrazos, esperaba desesperada la llegada de mi compañero que me permitiría levantarme y salir a tomar aire fresco.
Pacientemente y sin alejarnos demasiado de la estación, recorrimos los alrededores mientras esperábamos a que llegara la hora de salida del autobús. Yo observaba con verdadera atención todo lo que iba viendo, y a la vez me decía a mí misma: «Begoña, no olvides nunca esto que estás viviendo para que cada vez que pienses que la vida está siendo injusta contigo, su visión te recuerde cuan privilegiada has sido por ser quien eres, por tener la familia y los amigos que tienes y nacer donde has nacido».
Monóvar 24 de Mayo de 1998
(Publicat a la Revista de Festes de Monòver 1998)